domingo, 10 de abril de 2011

Será un ingeniero dice el abuelo, un gran arquitecto sería perfecto

Cuando tenía cuatro años creí que era una especie de divinidad en estado latente. A los nueve sentía que podría ser el profeta de algún dios. Tres años después decidí llegar a ser Presidente de la Nación; y, apenas, al siguiente, esperaba ganar un premio Nobel -aunque fuera el de la Paz. Diez años después, soñaba con ser actor porno, esperanza que cambié por convertirme en un rompecorazones. A los treinta quería llegar a ser gerente de la empresa en que, aún hoy, sigo trabajando. A los 35 pensé en divorciarme y a los cuarenta mi únicos anhelos en la vida son llegar a casa, evitar recriminaciones de mi esposa -o evitarla a ella- y que inicien las temporadas de mis series favoritas.


Supongo que le pasa lo mismo a cualquiera. Empezamos nuestras vidas con inmensas expectativas, y es, justamente, ella, la que nos las quita. Aprender a conformarse es el verdadero objetivo que, la mayoría, deberíamos trazarnos. Especialmente aquellos que, como yo, no tenemos aptitudes especiales, cerebros hiperdesarrollados, rostros perfectos ni familias adineradas a las que encomendar nuestros destinos cuando las otras virtudes no hayan funcionado. Creo que, ahora que lo entiendo, soy mucho más feliz que en aquellos años en que pensaba que podría lograr lo que quisiera. Pero, ¿Cuánto de culpa puede tener mi consciencia, obnubilada por la ingenuidad de las telenovelas y el aparente éxito infalible del esfuerzo al seguir las reglas que te dictan los libros de autoayuda? Si hay alguien a quien debiéramos culpar por ese monumental engaño, es a la misma sociedad, que no nos permite, siquiera, la libertad de reconocernos como esclavos y actuar, resignadamente, dentro de los parámetros esperados para los seres, como yo, que poblamos la base popular de la pirámide del triunfo. 

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