lunes, 13 de junio de 2011

Que la rutina es la gota que modela estalacticas en el corazón

"Soy un hombre honrado y trabajador y eso me permitirá alcanzar, poco a poco, todas mis metas". Me repito esa frase cada mañana al salir de casa, con el frío entrando en mi médula como un millón de alfileres y la plena consciencia de saber que las próximas nueve o diez horas serán una alegoría a la ausencia de vida, a la muerte sin putrefacción que es la cotidianeidad de un hombre promedio, que pasa dos tercios de su vida desconectando su cerebro en actividades repetitivas y tan mal pagadas, que el otro tercio lo suelen pasar o durmiendo o emborrachándose para, en el éxtasis del alcoholismo, sentirse un superhombre unos momentos: Guapo, inteligente, interesante, con un futuro brillante.
La verdad es que, cuando no estamos borrachos, o dormidos, o sumergidos en la aridez de nuestra labor. Cuando tenemos un minuto, quince segundos de verdadero tiempo libre, intuimos, descubrimos o reconocemos espantados, que nuestra vida es una mierda y que sólo tiene posibilidades de empeorar. Que jamás tendremos el dinero para lograr ni el menor de los sueños y los pocos que lleguen a tenerlo nunca tendrán tiempo para disfrutarlo. Es la condena del hombre medio, el hombre mediocre, el hombre a secas. El hombre que trata de pasar el menor tiempo posible consigo mismo para no descubrir que en su desnudez no habita un semental en potencia ni un empresario exitoso ni un futuro congresista de la República, sólo el tipo que cada día se hace más viejo y debe mantener su trabajo -pues siempre hay más jóvenes en el mercado- el tiempo suficiente que alcanzar una pensión que le permita malvivir hasta que se muera. Eso es todo.
"Vivir" es un verbo que sólo podemos conjugar en negativo aquellos que no tenemos la fortuna de una Paris Hilton.

sábado, 14 de mayo de 2011

Hoy viene a mi la damisela soledad

Mastico mi sándwich de atún mientras te veo picar una cebolla. Siento que la soledad se te desprende por los poros y quisiera abrazarte, decirte que puedes contar conmigo para lo que sea, que somos marido y mujer y sólo la muerte podrá separarnos. En lugar de eso, cojo el control remoto y aumento el volumen del televisor, intentando no pensar más en tu soledad. Al cabo, todos nos sentimos solos: El galán de la novela, el que trae el balón de gas. Incluso nuestros hijos sufren de soledad aunque, a veces, no sepan que es eso lo que hace que se revelen contra sus vidas.
De más está decir que yo también la sufro, aunque me cuido de demostrarlo. En cambio tú, es como si tu cuerpo gritara que ya no aguanta el vacío de su humanidad y me miras como si yo tuviera la culpa. Como si pudiera hacer algo para paliarla o para hacerte feliz. Me gustaría decirte, en verdad, que la soledad sólo se nos acaba cuando nos morimos y que ni la droga más dura puede adormecerla definitivamente. Mucho menos, yo, que no soy, ni por asomo, una persona fuerte.

lunes, 25 de abril de 2011

Por el amor de una mujer, he dado todo lo que fui, lo más hermoso de mi vida

Toda mujer siente que va a cambiar a su hombre cuando decide mantener una relación seria. Es muy raro que alguna piense que los defectos (al menos, los que ella considera defectos) sean parte integral de esa persona. Apenas compartan la cama, ella tratará de imponerle su particular sentido del orden. Querrá que doble sus camisas. Que apague el televisor a las 11 en punto. Que coma menos grasas. Que no se emborrache. Que pase su tiempo libre realizando labores domésticas. Que alimente al perro. Que se afeite a diario. Que deje de estar deprimido. Que busque un buen trabajo. Que pida un ascenso. Que pida un aumento. Que maneje despacio. Que se corte el cabello. Que pase tiempo con sus hijos. Que pase tiempo con su familia. Que no diga groserías. Que deje las drogas. Que no juegue billar ni a la Playstation. Que le compre flores. Que vea películas románticas con ella y se muestre interesado por la vida sentimental de sus amigas.

Piensa que es cuestión de tiempo lograr moldearlo para que se convierta en el hombre ideal (o lo más cercano a él) que "podrá hacerla feliz". Allí está el asunto: Quiere cambiarte porque piensa que es tu obligación hacerla feliz. Si siente que su vida es una mierda, es sólo porque su hombre no ha logrado sacarla de su miseria "porque no le importa" o "no la quiere". A diferencia de los hombres que, por lo general, saben que todos los caminos te conducen al vacío y que, la única forma de no ahogarte en tus tormentos es la evasión (sexo extramarital, alcoholismo, juegos de video, deportes, apuestas, etc); las mujeres suelen pensar que al formar una pareja, la felicidad debería -instantáneamente- convertirse en su estado natural y cuando -lógicamente- eso no sucede, pues el culpable termina siendo él, el insensible hombre que no puede pensar un poco, siquiera, en sus necesidades.

La diferencia de comportamiento entre hombres y mujeres tiene una fuerte raiz histórica. Desde el origen del Homo Sapiens, el primero, debía enfrentar innnumerables peligros para conseguir comida. Cada mañana dejaba el refugio con la consciencia de que, probablemente, esa noche no volvería. Es por eso que, cuando sí lo hacía, lo menos que le preocupaba era leer un libro a los niños al acostarse.

De la misma manera, la precariedad del hogar, obligaba a la mujer a administrar los recursos (alimentos, ropa, herramientas) de manera que todo fuera fácilmente accesible en caso de tener que huir en cualquier momento. Sin olvidar que, subconscientemente, sabía que la limpieza del lugar alejaría muchas enfermedades. Pero todo ello se justificaba al ver aparecer, por la entrada de la cueva, un buen pedazo de carne, colgado del brazo del macho.

Cada uno cumplía con su función biológico-social, sin preguntas ni recriminaciones. Pero la sociedad fue evolucionando, hasta que la igualdad de sexos dejó al hombre en la complicada posición de cumplir con infinidad de roles para los que jamás se había preparado; pero, sin olvidar, tampoco, el de sustentador principal de la familia.

Por eso, cuando mi mujer me pide, a gritos, que haga bolitas con las medias y las guarde en un cajón, finjo dormir, hasta que su llanto de impotencia me permite saber que hemos perdido otra batalla.

domingo, 10 de abril de 2011

Será un ingeniero dice el abuelo, un gran arquitecto sería perfecto

Cuando tenía cuatro años creí que era una especie de divinidad en estado latente. A los nueve sentía que podría ser el profeta de algún dios. Tres años después decidí llegar a ser Presidente de la Nación; y, apenas, al siguiente, esperaba ganar un premio Nobel -aunque fuera el de la Paz. Diez años después, soñaba con ser actor porno, esperanza que cambié por convertirme en un rompecorazones. A los treinta quería llegar a ser gerente de la empresa en que, aún hoy, sigo trabajando. A los 35 pensé en divorciarme y a los cuarenta mi únicos anhelos en la vida son llegar a casa, evitar recriminaciones de mi esposa -o evitarla a ella- y que inicien las temporadas de mis series favoritas.

viernes, 1 de abril de 2011

Yo no quiero calor de invernadero, yo no quiero besar tu cicatriz

Estamos en cama luego de otro día en que la conjugación del verbo trabajar puede resumir todas mis actividades diurnas. Intento tocar a mi mujer pero un manotazo me indica que esta será otra noche de amor solitario.- Necesitamos dinero para las matrículas de los chicos -señala. - ¿Y nos pagan un sueldo por la la abstinencia sexual? -respondo inocentemente. La mirada glacial que me obsequia me asegura que el humor no es el camino que nos llevará a recuperar el romance. -Debes conseguir un trabajo mejor -me dice luego de unos instantes. Su tono de voz es rotundo, así que no menciono que a mi edad, con mi paupérrimo currículum y nulos contactos, las posibilidades de lograrlo son menores que las de clasificar al siguiente Mundial. En lugar de eso enciendo el televisor dispuesto a ignorar cualquier otro comentario. Ella entiende la indirecta y después de murmurar algo que, seguramente, no me gustaría escuchar, empieza a llorar despacio, pero de manera suficientemente audible para desesperarme. Me levanto sin tener nada que hacer. Doy algunas vueltas y termino sentado en una silla de la cocina, tomando un té frío y pensando que en que si tuviera, al menos, dinero para comprarme una botella de cerveza, podría imaginar que la Antártida de 104 metros cuadrados en la que vivo es algo más parecido a un hogar.

miércoles, 23 de marzo de 2011

Lo bueno de la vida es que unos vienen y otros van. Yo soy normal

No creo ser una buena persona. Soy bastante común en mis sentimientos y mis reacciones. Odio mi trabajo. Siento algo de resentimiento hacia mi mujer por haberse embarazado y hacia mi, por no haber aceptado desde chico mis responsabilidades. Me aburre la cháchara insulsa de los vecinos pero no dejo de invitarlos a tomar unas cervezas los fines de semana. Es que siento que necesito de los demás, aunque no estoy seguro del motivo. He tratado de quedarme solo. De no hablar con nadie, ni siquiera en el trabajo. De no reaccionar a las amonestaciones domésticas ni a los pedidos monetarios de mis hijos. He logrado no tener que hablar ni para comprar el pan del desayuno. Incluso he logrado soñar sin diálogos. Pero luego de unos días he vuelto a lo mismo. Al "buenos días, amor", "Buenos días, señora", "¿Todo bien por casa?" "¿Y, por quién vas a votar?". No soy una persona especial y por eso me es imposible negar mi gregarismo. Debo confesar que, incluso, llevo casado tantos años por muchas razones pero, sobre todo, porque necesito como el aire decir "Hasta mañana" antes de cerrar los ojos. Es como si ese mantra me permitiera no desaparecer en la oscuridad de mis sueños. Como si firmara un contrato que me obligara a volver a la vida, al momento de sonar el despertador, al siguiente día.

lunes, 21 de marzo de 2011

El trabajo dignifica pero no entiendo bien que significa dignifica. Alcanzo a ver que rima con caja chica

Cada mañana, al abrir los ojos, siento una punzada en la boca del estómago. Es tiempo de levantarse para ir a trabajar. A pesar de todos los años en que lo hago, no he podido acostumbrarme a abandonar la comodidad de mi cama para enfrentar una ducha fría; un desayuno, que no es más que una taza de té con pan; una hora dentro de una lata de conservas aplastado por docenas de insectos que, como yo, se dirigen a morirse lentamente y sin expectativas, a cambio de un sueldo mínimo.

La punzada es inevitable incluso los domingos. He tratado de evitarlo porque impide que pueda controlar mis niveles de estrés a lo largo del día, pero hasta ahora ha sido imposible. Estoy acostumbrado a sentir cómo se hace más fuerte y va subiendo por mi pecho hasta dificultar mi respiración a eso de las doce del día. Apoderarse de mis amígdalas a las tres de la tarde. Y, obligarme a vomitar, de impotencia y frustración, -casi con puntualidad inglesa- a las 5 p.m.