lunes, 13 de junio de 2011

Que la rutina es la gota que modela estalacticas en el corazón

"Soy un hombre honrado y trabajador y eso me permitirá alcanzar, poco a poco, todas mis metas". Me repito esa frase cada mañana al salir de casa, con el frío entrando en mi médula como un millón de alfileres y la plena consciencia de saber que las próximas nueve o diez horas serán una alegoría a la ausencia de vida, a la muerte sin putrefacción que es la cotidianeidad de un hombre promedio, que pasa dos tercios de su vida desconectando su cerebro en actividades repetitivas y tan mal pagadas, que el otro tercio lo suelen pasar o durmiendo o emborrachándose para, en el éxtasis del alcoholismo, sentirse un superhombre unos momentos: Guapo, inteligente, interesante, con un futuro brillante.
La verdad es que, cuando no estamos borrachos, o dormidos, o sumergidos en la aridez de nuestra labor. Cuando tenemos un minuto, quince segundos de verdadero tiempo libre, intuimos, descubrimos o reconocemos espantados, que nuestra vida es una mierda y que sólo tiene posibilidades de empeorar. Que jamás tendremos el dinero para lograr ni el menor de los sueños y los pocos que lleguen a tenerlo nunca tendrán tiempo para disfrutarlo. Es la condena del hombre medio, el hombre mediocre, el hombre a secas. El hombre que trata de pasar el menor tiempo posible consigo mismo para no descubrir que en su desnudez no habita un semental en potencia ni un empresario exitoso ni un futuro congresista de la República, sólo el tipo que cada día se hace más viejo y debe mantener su trabajo -pues siempre hay más jóvenes en el mercado- el tiempo suficiente que alcanzar una pensión que le permita malvivir hasta que se muera. Eso es todo.
"Vivir" es un verbo que sólo podemos conjugar en negativo aquellos que no tenemos la fortuna de una Paris Hilton.

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