lunes, 21 de marzo de 2011

El trabajo dignifica pero no entiendo bien que significa dignifica. Alcanzo a ver que rima con caja chica

Cada mañana, al abrir los ojos, siento una punzada en la boca del estómago. Es tiempo de levantarse para ir a trabajar. A pesar de todos los años en que lo hago, no he podido acostumbrarme a abandonar la comodidad de mi cama para enfrentar una ducha fría; un desayuno, que no es más que una taza de té con pan; una hora dentro de una lata de conservas aplastado por docenas de insectos que, como yo, se dirigen a morirse lentamente y sin expectativas, a cambio de un sueldo mínimo.

La punzada es inevitable incluso los domingos. He tratado de evitarlo porque impide que pueda controlar mis niveles de estrés a lo largo del día, pero hasta ahora ha sido imposible. Estoy acostumbrado a sentir cómo se hace más fuerte y va subiendo por mi pecho hasta dificultar mi respiración a eso de las doce del día. Apoderarse de mis amígdalas a las tres de la tarde. Y, obligarme a vomitar, de impotencia y frustración, -casi con puntualidad inglesa- a las 5 p.m. 


He escuchado -especialmente por comentarios recogidos de libros de autoayuda- que depende de uno mismo encontrar estímulos incluso en el trabajo -aparentemente- más monótono. Somos constructores de nuestro propio destino y si no estamos conformes, podemos -y debemos- buscar algo que, en verdad, nos satisfaga laboralmente.

Pero, ¿Se puede ser arquitecto de tu destino, cuando debes pagar el alquiler, la electricidad, las pensiones de los niños? ¿Se puede pensar en un futuro mejor cuando el dinero no te alcanza para un presente mediocre?

Son ocho horas -que terminan siendo 10- que le dedico seis veces a la semana a ser un esclavo. A ponerme una corbata y un disfraz de eficiencia repetitiva. A luchar, con leche y antiácidos, contra la punzada estomacal y a sentir lo inhumano que es ser un hombre en estos tiempos. Hemos utilizado toda nuestra inteligencia y los siglos de civilización para lograr mimetizarnos, especializarnos, mutar desde nuestra relajada condición de mamíferos a la, infinitamente más dura, de insectos sociales. Ya no somos parientes de los monos, ni de los tigres ni de los delfines. Nuestro cerebro es tan poderoso que nos ha hermanado, en lazos de sumisión, con las abejas y las hormigas.

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